Idea de la huella

Por Gustavo Galuppo Alives //

Huella: marca dejada por algo (sea esto lo que sea) que se ha vuelto inaccesible. Se trata entonces de lo irreparable. Para que exista una huella, para que algo sea percibido como huella, ha tenido que darse una pérdida, tanto propia como ajena. Una fuga irreversible. Una ausencia. La huella es una figura incongruente que atestigua acerca de una presencia ausente, ya irrecuperable. El desconocimiento de su propio origen es radical. Su figura es algo triste, pero no exenta de una asombrosa entereza. Lo presente en la huella, la marca misma que se ahueca como figura visible, es un rastro de lo que se desconoce, pero que sin embargo, se señala, se desea, se busca. Hay algo de desesperación en esto. En la huella se “escribe” una presencia al mismo tiempo que se borra. Tener es perder. La gracia del mundo es la condición de lo inapropiable. También, a eso, se lo llama justicia. En cada huella se juega el estupor ante lo indecidible. Escritura y borradura. Presencia y ausencia. Presente y pasado. Interior y exterior. Amor y odio. Toda distinción se vuelve irrelevante, absurda, inconsistente. Si es que lo tiene, si es que pudiese tenerlo, el sentido de la huella no se da en la marca misma que custodia su actual perseverancia, sino en la distancia o en la diferencia que la separa de lo perdido. La huella es un hueco irreparable en el que tiene-lugar lo que ya se ha fugado. Lo que está lejos, lo que está en otro tiempo. Pero, a la vez, aquí y ahora. Un fantasma. Una imagen. El ángel entra por la ventana con un espejo de obsidiana. Se hace de día y la Dama desaparece. Despunta la muerte y  las lágrimas de Isis desbordan el río Nilo. Nada termina. Todo recomienza.

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Lo más simple sería imaginar la pata de un animal marcada en el barro o en la arena. Se trata de una huella. También, incluso, de una imagen. Pero de una imagen que, como toda huella (y como toda imagen), señala a un origen que le resulta extraordinariamente inalcanzable. Un origen que le es tan interior como exterior. Tristeza vestigial de la huella. Estupor ante lo abierto. Ese origen, el gesto animal que instauró la marca, constituye a la huella como tal, pero a su vez no puede sino resultarle radicalmente extraño. Toda imagen es la exigencia de un sacrificio.

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El animal, ese animal, se sabe por la huella que dejó atrás, o lo que es lo mismo, aquí adelante, ya no está. La huella se funda en su pérdida, en su fuga, en su desaparición Escritura y borradura. Se escribe para borrar lo que se inscribe, y para disolver a quien realiza la inscripción. Si no, no se escribe. Se escribe para desaparecer sin tener necesariamente que morir. Para aislarse sin resignar la existencia.

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Otra definición posible. Huella: presencia incompatible que establece la vigilancia tenaz de su ausencia. Reserva y custodia. El sentido de la huella, si es que lo tiene, no puede radicar en su presencia literal y plena como marca, pero tampoco podría hacerlo en la ausencia protegida por su cavidad anómala, en esa ausencia irreparable  remarcada sin embargo como presencia testificada por la marca actual. El sentido de la huella no está en la plenitud de ninguno de sus dos extremos (ni en la presencia de la marca ni en la ausencia del origen), sino que está en un “entre” hechizado por el sueño, en un espacio-tiempo de tránsito, en una diferencia y en una distancia en la que se desactivan las estructuras binarias ausencia/presencia, pasado/presente, interior/exterior, escritura/borradura, recuerdo/olvido, y, con todo eso, la violencia inaugural de Occidente: sujeto/objeto. La huella es un indecidible. Una entridad. Una potencia. También, un destiempo.

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Lo curioso, quizás, con la huella, como entridad o como indecidible, es que no re-presenta ni significa nada. Ella es, apenas, en su fragilidad constitutiva, un acontecimiento menor cuyo sentido es la distancia que la separa de lo que, sin embargo, no deja de (no poder) retener. La huella no es la marca, es la distancia o la diferencia que separa dramáticamente a la marca de la extraña ternura materna que la fundó, allá, hace tiempo, pero también ahora. Melancolía vestigial: para mantener algo en reserva, para conservarlo y conservarse como huella, la huella debe indefectiblemente perderlo, cederlo a su fuga, dejar que se borre, que se ausente. Perderlo, perderla, perderse. Perder el sentido también. Lo que instaura a la huella es un gesto sacrificial. No ya la ausencia de sentido, sino su multiplicación constelativa. O mejor,  la arbitraria potencia de un asterismo.

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(El origen de las imágenes es el sacrificio sacramental. Se da un cordero, un cerdo, su sangre, su vida, en sustitución de un cuerpo humano. El cordero es una imagen. El cerdo es una imagen. Lo que se sacrifica es siempre una imagen. Y la imagen es siempre un sacrificio. Esto por otra cosa, en su lugar, una cosa por otra cosa, para honrar con la muerte a las deidades y obtener el beneficio de la cosecha)

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La “escritura” de la huella debe componer lo incomponible. Su fundamento es la receptividad ante lo inapropiable: borrar a quien escribe y en el mismo acto, retenerlo. Su corazón es el péndulo invisible de lo infinito. Para recordar, debe olvidar. Para originarse, debe anular el origen. Para hacerse presente, tiene que ser la cavidad vacía en la que tiene-lugar una amalgama de  ausencias.

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