Documental contemporáneo: rituales de memoria y contemplación

Juan Aguzzi//

¿Existe en la profusa oferta de material audiovisual universal propuestas a las que pueda llamarse sin lugar a dudas documental contemporáneo? En cada época, pongamos cada veinte años si acotamos, surgen películas que intentan interpretar fenómenos –hechos, situaciones, personas y personajes– que conllevan algún estatuto de verdad generalizada al resultar imposible cuestionarles su inserción en la realidad, incluso aunque se tratase de supuestos entres supuestos, porque una vez algo hubo, y eso bastó para impregnar lo sucedido en las pupilas presentes o para contar lo que otros dijeron que ocurrió, como en los hechos históricos o extraños o esporádicos, porque al fin y al cabo todas no son más que narraciones adoptando un modo de expresión que más tarde serán un subgénero para señalar que están contenidas en algo más amplio denominado documental.

A algunas de esas expresiones documentales se las conoce, según el punto de vista adoptado, como documental en primera persona; documental de observación, testimonial, de creación (poético, experimental); ensayo, diarios personales y diarios de viaje, memorias epistolares, cuyas manifestaciones irán de la mano de la inventiva e imaginación de cada autor puesto a interpretar los hechos en los que ha posado su mirada. Porque también se trata de miradas, que se volverán imágenes y producción de sentido cuando esas imágenes comiencen a relacionarse. Mucho inventario hay sobre lo documental audiovisual, apenas un poco menos que la misma historia del cine, y de alguna manera allí se ha querido configurar las experiencias que se tiene del mundo contemporáneo. Como se sabe, no hay nada neutral o inocente en el documental. Al conocimiento sobre una materia, establecido en aquello que se muestra, hay otro conocimiento de igual valor que permanece oculto bajo la superficie; en los mejores casos se trata de buscar alguna conexión perdida con el mundo, una que restituya un carácter aliciente para sostener tanto desequilibrio en la existencia; en otros, de dar cuenta, justamente, de lo inaprensible y esquivas que resultan las manifestaciones irracionales de esa misma existencia (en esto no debe soslayarse a la misma naturaleza). El documental contemporáneo que conmueve no es aquel fácilmente detectable en su estructura (lo que trae siempre aparejado un posicionamiento en un lugar de confort), sino el que es capaz de ir transformándose en su propia praxis a partir de una voluntad de memoria, del rechazo a la reconstrucción de los hechos literales y muchas veces invocando cierta fe en que las imágenes montadas podrán dar alguna ilusión de verdad. Porque ya en el documental hay una necesidad de acceder a la intimidad de los hechos, al testimonio, pero su relevancia, su carácter artístico, digamos, ocurre cuando es verdadero el anhelo de conocimiento y entran entonces a tallar la percepción y la imaginación, componentes más intensos que cualquier valor de prueba.

Siempre existe algo más que los hechos desnudos; ya desde el Nanook de (Robert) Flaherty el montaje irá revelando imágenes para dejar atrás cualquier unicidad de lo narrado, en busca de aquello que estremezca la experiencia de contemplación, dada tal vez en una reconstrucción, sabiendo que una imagen nunca describirá un hecho completo. A su modo, (Serge) Daney lo refería así: “La imagen está siempre en la frontera entre dos campos de fuerza, condenada a ser testigo de una cierta alteridad y, aunque posea un núcleo duro, siempre le falta algo. La imagen siempre es más y, al mismo tiempo, menos que sí misma”. El documental contemporáneo atendible basa mucho su potencialidad en la planificación de lo que podrá decir la imagen registrada en la isla de edición y en lo que será capaz de narrar en su relación con otras imágenes y con el mundo desde donde surgen. Porque allí entonces será posible narrar algo sobre el amor o sobre su ausencia, sobre el vacío, sobre ese instante intolerable en que se percibe la descomposición social a que someten determinadas prácticas gubernamentales (la perversión capitalista asumida neoliberal, con sus guerras y hambrunas, por ejemplo), lícita solo cuando no se haga desde ningún lugar bienpensante, sino desde el barro en que cada autor se mueve, ese barro hecho de sustancia política cuando hay una lucha expresiva con el lenguaje elegido y que probablemente dé cuenta de las limitaciones de sus intenciones, siempre insuficientes para acercarse a lo desconocido, a lo que está ahí detrás de lo que muestran las imágenes en su superficie.

Es tratar de expandir lo que subyace a la representación de lo real, tal vez como aparece en algunos textos (o fragmentos) de (Giorgio) Agamben, donde además de lo aprendido (lo que vio o experimentó), va en busca de lo que no pensó, de lo que es difícil imaginar, de lo no dicho. También el teórico de la literatura (Georgy) Lúkacs suscribe la idea de que buena parte de los textos realistas producen un efecto revelador: son como si fuera la realidad, pero se tiene la sensación de que no la representan verdaderamente, sino que se trata de algo más informe (en esta descripción el documental contemporáneo talla hondamente). Y no se trata solo de lo que más atrás había especificado (Walter) Benjamin en La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica cuando señaló: “La naturaleza ilusionista del cine es una naturaleza de segundo grado: es fruto del montaje…Privada de lo que le agregan los aparatos, la realidad es aquí la más artificial que pueda imaginarse y, en el país de la técnica, el espectáculo de la realidad inmediata se ha transformado en inhallable flor azul…”, sino, en todo caso, de desconfiar de las imágenes literales a la manera de (Harun) Farocki, quien las encuentra llenas de violencia en función de los dispositivos en que se producen. Esto luego de que se impusiera que lo importante no es la producción de mercancía sino la producción de consumidores de mercancía, aquellos que nunca dudarían de lo que ven porque de lo que se trata es de “tragar” imágenes, una metodología que el marxismo desnuda y que, como afirma (Jacques) Ranciére, no es otra cosa que “…la violencia de la dominación de clase oculta bajo las apariencias de lo ordinario y cotidiano, y de la paz democrática…”.

¿Debe el documental contemporáneo responder necesariamente a algún tipo de verdad o hablar en su nombre, o, por el contrario, deberá hacer palpable su disconformidad con las estructuras narrativas dominantes para que sean ostensibles la materia del ensayo, de la búsqueda, porque nunca hay nada inamovible y el misterio será parte constitutiva de lo incontrolable de cada imagen, y de allí su riqueza, su encanto, su profundidad?

Hay una intencionalidad hasta religiosa en radicar las imágenes más allá del mundo de la realidad, dotándolas de historias y antecedentes llenos de significado; también cierta agudeza o ironía para descubrir bajo las imágenes y dentro de ellas un vasto campo de indagación –más o menos racional, no importa– y una vibrante atmósfera de razones que hacen ver en las cosas representadas, otros símbolos de una realidad más significativa.

La metamorfosis de los pájaros, un ejemplo

El documental de creación La metamorfosis de los pájaros (2021), de la portuguesa Catarina Vasconcelos, puede verse como referente de algunos de los paradigmas narrativos mencionados, porque hay en juego una imaginería utópica en el modo en que despierta emociones. Se trata de una propuesta de un cine artesanal por momentos metafísico, que aborda el ensayo desde una estructura poética y un uso entre filosófico y melancólico de la imagen para encontrar el movimiento a través de la luz.

Hay en La metamorfosis… una observación sobre el paso del tiempo y sobre el apremio que sufren las pasiones por volverse maduras; podría decirse que las pasiones son la materia del film y el tiempo la forma que van adquiriendo. El paso del tiempo siempre es sensible, desde el nacimiento del padre (de la autora), Jacinto, con un narrador que va ubicando las piezas (los personajes) en un diagrama del pasado donde se teje la trama familiar.  “Cuando nació el primer hijo, los jacintos empezaban a cubrir el fondo del jardín. A Beatriz le pareció natural ponerle un nombre relacionado con la naturaleza. Quiso que se llamara Jacinto”, se escucha decir a una de las voces que orientará el relato. Jacinto es el hijo de un pescador absorbido por su oficio que vive más en altamar que en su propia casa. Allí mismo escribe un diario de sus días y cada tanto le envía cartas a su mujer, una fluidez de palabras, pensamientos, tristeza y entusiasmo. Ella lo espera junto a los seis niños que tuvieron y hace votos para que su marido regrese a salvo. Una de las pasiones mayores será la que el padre de la realizadora tenía por los pájaros, al punto que cuando niño quería convertirse en uno. La mirada, el encuadre, la composición todo convoca en este film a buscar otros sentidos, como si una ley superior apartara cualquier imitación o parecido con la realidad. Hay invención y circulación de ideas en el relato, ampliando la posibilidad narrativa y el efecto sugestivo. También abundan las ópticas y los espejos dosificados en una poética relacionada con el ensueño para reconstruir la historia familiar; más bien lo que la memoria ofrece como consistencia para sostenerse en la certeza de que siempre queda algo no dicho, como si se tratara de discernir en el corazón humano la naturaleza de los verdaderos sentimientos en un conglomerado familiar donde el mar y la ausencia son predominantes.   

Voces de hombres, de mujeres, de la realizadora, a veces en primera persona, otras en tercera, van dando diversos testimonios, al mismo tiempo que lo hacen, en otro orden formal, montañas, bosques, playas como presencias fugaces para simbolizar un pensamiento determinado sobre las raíces del pasado, incluso sobre la misma muerte como una de las preocupaciones subyacentes a todo el relato, sobre todo de las mujeres de la familia. Tampoco falta en La metamorfosis…una certera mirada sobre el colonialismo, particularmente el ejercido por Portugal en África, donde a partir de estampillas de diferentes países del continente negro se desnuda el proceso de liberación de las colonias europeas y de su país, evidenciando un linaje con otros autores de la misma nacionalidad – Susana de Sousa Dias y Pedro Costa, por caso– que referencian el crimen colonial y sus consecuencias.  

Por eso en La metamorfosis… existe una construcción vital de las imágenes, escanciada en una  sucesión de momentos éticos, poéticos, conceptuales, casi como iluminaciones que dan cuenta de las huellas que quedan en las cosas y en los individuos. Algo de eso es lo que yace en los ojos del anciano Henrique (abuelo de Vasconcelos) mientras rememora en off a su amada Beatriz muerta hace tiempo, y pide que le traigan los ojos de Santa Lucía, la religiosa martirizada a la que se los arrancan antes de darle muerte, pero que milagrosamente en su sepultura aparecen intactos, y a la que la tradición cristiana recobra como dadora de la visión más aguda. “…He pedido que me traigan los ojos de Santa Lucía… para no perder nunca la vista, aunque solo sea para verte en el recuerdo”, dice Henrique, definiendo al acto de mirar como esencial para reconstruir una memoria, casi una confesión de parte, porque es a través de la mirada, las intensas metáforas y la reinvención de la memoria como Vasconcelos construye su propio pasado.

Una respuesta a “Documental contemporáneo: rituales de memoria y contemplación

Add yours

Deja un comentario

Crea una web o blog en WordPress.com

Subir ↑

Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar