Fantasmagorías (o la tensión constitutiva del cine)

Gustavo Galuppo Alives //

1793. Las primeras imágenes proyectadas en un espectáculo público fueron los demonios, la muerte y el infierno. La contradicción que subyace, algo oculta, es tan crucial como fecunda. Esqueletos danzantes, espectros, decapitados, monstruos, suplicios infernales, reyes muertos o muertos anónimos. Muertos en general. En la bruma o en el humo, entre transparencias de placas inaparentes, reflejados entre espejos, desde las bambalinas de un excéntrico teatro del horror. El mundo arcaico era recibido sin fisuras por una máquina gestionada en el destierro ilustrado de la magia.

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Hay un mundo arcaico que reclama su pervivencia, y contra todos los pronósticos, la encuentra en el mismo sitio que la excluye. Impensada docilidad de una técnica culposa y fértil. En la hiperracionalización del mundo se desata una contramarcha. El cine se juega en los albores de la ilustración.

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La razón ilustrada expulsa al mito. Se desentiende, por la vía de la ciencia formalizada, de los peligros antiguos de la magia. Pero en un golpe de revés inesperado la conserva. Posibilita su cuidadoso habitáculo. Se presenta como condición de posibilidad del regreso de lo que nunca se fue del todo. Recibe al terror y lo propaga, de otro modo. Extrañamente con sus propias armas, destinadas por principio a combatirlo. Lo propagan con los mismos artilugios que declinan la razón poética del pasado inmemorable en el trastero descalificativo de la “superstición”. Algo allí sella su bella ineficacia (la de la idea de progreso). Una “madurez” ilustrada incapaz de deshacerse de su “infancia” mítica, de su base transfigurada por la vocación de vencer. El fallo es una grieta afortunada, una imagen, una huella, migajas de la eternidad  que resisten hasta el estallido. Memoria esquiva de lo inmemorable que resiste y pervive en lo que la excluye.

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Fantasmagorías. Siglo XVIII. Francia. Robertson. Philidor. Los antecedentes son numerosos. Ilusionismo contradicho por sus propias trampas. Su tronco genealógico articula a la cámara oscura con la linterna mágica (invento genial -¿de quién?, ¿de cuándo?- que permite viajar a las imágenes). Y se dirige hacia el cinematógrafo tocando las postas inminentes de la fotografía y la cronofotografía. Instala desde allí el terror espectral de toda imagen. Pero no se trata de un origen, sino de un accidente. Otro. Uno más. El origen inexistente es la prehistoria. Lo no escrito. Un relámpago, Una imagen. Lo abierto a la exigencia de lectura de lo nunca escrito. Un bisonte en las cuevas del Altamira. Unas manos negativas en la cueva del Castillo. Unos trazos sonoros en la piedra de Ariege. Un cubículo cavernario en el que resuena un sonido, y en el que la luz del fuego desarma  la piedra en el movimiento impreciso del cosmos. Allí empieza. Donde no existe. Donde no es posible. Donde el mundo sucede a destiempo. Antes y ahora. Anacronismo y huella. Espectralidad indefectible de un aparato espectral. Es sabido desde entonces, o desde poco después: «los fantasmas no morirán de hambre, pero nosotros sucumbiremos» (Kafka). En ese punto, quizás, estemos. Sucumbiendo en un mundo espectralizado hasta el delirio..

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Otorguemos a la luz, entonces, por una vez, el prístino privilegio de su locura (el que le otorga Blanchot): la luz se ha vuelto loca. Dominada, se libera de todo yugo y se vuelve receptáculo y fuga. Se desata una contramarcha. Enloquece. Desanda. Destierra. Desarma. Retiene. Pervive. Atesora. Extiende. No lo saben, pero desataron un infierno. Lo bello inmemorable se dispersa en el terror. Lo suprimido y lo reprimido retornan. Indefectiblemente retornan. Pero retornan sin nunca haberse ido. Están, presentes siempre en ausencia, o ausentes siempre en presencia: la hiper-racionalización del mundo es un receptáculo en continua contramarcha, anómalo y fructífero. 

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Radical la pequeña Europa ilustrada, en el siglo XVIII, inventa la idea de una madurez válida universalmente e introduce la falacia del progreso. Milenios de  complejos imaginarios antiguos quedarían declinados en la desgracia de la superstición por la hegemonía de una monocultura predatoria y tenaz. Todo esto se llama Europa, Modernidad, Racionalismo, Enciclopedia, Empirismo, Ilustración. La revolución científica es un astuto círculo de exclusión, y se pretende sin centro ni circunferencia (aunque, en u n caso y el otro, se trata de Europa y del Mundo, centro y circunferencia de una contradicción insostenible: universalismo europeo). Sin embargo lo inmemorable extranjero excluido subsiste, a la espera del habitáculo insospechado que lo reciba en su continua llegada para despertar a otra vigilia, la que continúa. Lo asombroso es que ese receptáculo no es sino  un producto de la misma monocultura predatoria que niega lo que recibe, sin atenuantes. La brutalidad  de la  luz, que se tiende sobre el mundo devorando a la sombra,  permite sin quererlo la emergencia del ultramundo rechazado. Lo hace visible, lo alimenta y lo conserva. Los espectros no morirán de hambre.

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Lo único inolvidable es lo que jamás podrá ser recordado: la verdad de lo arcaico. El relámpago de una imagen que desconoce todo contexto discursivo. Gesto poético o magia arcaica.

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Ilustración o Iluminismo. Todo visible. Todo a la luz de la razón. Iluminado. Sin noche ni sombra. No habrá más noche. No habrá más sombra. No habrá más magia. No habrá más  infancia. No habrá más diosa. No habrá más monte ni desierto. No habrá más pájaro ni pez. No habrá más diosa ni espanto. No habrá más duda ni incerteza. Pero el mundo enteramente iluminado deja ver las costuras de su ineficacia, y se derrama el brillo de una palabra hecha sombra. Verdadera por impronunciable. El espíritu sale por todos lados y es recogido por la imagen, huella o vestigio, nunca representación. Fantasmagoría inaugural de un espectáculo traicionado por su propia impostura. Signatura originaria del cine (lo que aún no existe): el terror del ultramundo. Lo que se rechaza con tenacidad es lo que indefectiblemente será acogido en una fértil contramarcha.

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«La habitación era oscura y lúgubre, y en el centro se encontraba un gran objeto blanco que parecía un sudario. De repente, se oyó un grito y el sudario comenzó a moverse, revelando una figura fantasmal en su interior. La figura se deslizó hacia el público, avanzando y retrocediendo mientras emitía gemidos y lamentos escalofriantes. A veces, la figura parecía desvanecerse en el aire, solo para reaparecer en otro lugar de la habitación. En un momento dado, parecía que la figura se había posado en el hombro de uno de los espectadores, lo que provocó un grito de terror entre el público. Finalmente, la figura desapareció por completo y las luces se encendieron, revelando que la habitación estaba vacía.». Charles Dickens, reseñando un tardío espectáculo de fantasmagorías en “Sketches by Boz”, 1836.

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Lo primero no fue visto ni escuchado, el acontecimiento inaugural se resiste al archivo, ni palabras escritas ni imágenes registradas. Por eso es lo único verdadero. Lo único inmemorable y lo único inolvidable. Lo que pervive. Una diosa. Un pájaro. Un árbol. Lo que sea lo que escapa lo que huye. Lo demás resulta de la violencia. La verdad es la ignorancia y el terror a esa ignorancia. Por eso las imágenes subsisten, porque atesoran la ignorancia y el terror, también el amor o la verdad, lo cual en algún punto es lo mismo. En la imagen acontece  lo arcaico, de ahí su inalterable resistencia. En la imagen no hay intención, sino atención a lo que desconoce, a lo confuso sensible. Masa amorfa con la que debe lidiar sin conocerla. Dejarla en paz, en cierto modo, con el roce leve de un gesto poético antiguo. Acompañarla en su transformación y en su declive, y no sin cierta tristeza.

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Glosa. Las fantasmagorías,  popularizadas primero por Philidor y luego por Robertson son una técnica utilizada en desde fines del siglo XVIII para crear efectos espectrales en el teatro y otros lugares de entretenimiento. El principal promotor de esta técnica fue el físico escocés Robertson, quien utilizó proyecciones de luz y sombras para crear ilusiones ópticas de fantasmas y espíritus.

La técnica de las fantasmagorías se basaba fundamentalmente en el uso de linternas mágicas, dispositivos ópticos antiguos que proyectaban imágenes en la pared o en una pantalla. Robertson utilizaba aquellas linternas en nuevas versiones sofisticadas  para crear la ilusión de fantasmas que aparecían y desaparecían, y se movían por el espacio e incluso se acercaban al público.

Estos espectáculos fueron  muy populares en desde fines del  siglo XVIII hasta comienzos del siguiente, y se realizaban en teatros y salas diversas en toda Europa. Las personas acudían a estas representaciones para ver los efectos espectrales y para experimentar la emoción del misterio y lo sobrenatural.

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El desarrollo técnico de la razón ilustrada gestiona un primer espectáculo popular de imágenes proyectadas. Experiencia tenebrosa de la imagen como límite y frontera, y como acceso. La monocultura de la razón instrumental y de la primacía de la evidencia empírica se tuerce en su propio seno tecnológico. Las imágenes técnicas desplegadas, desde entonces, no dejarán de ser la feliz evidencia de una contradicción y de una contramarcha.  Lo que se expulsa es lo que se recoge. Lo suprimido y lo reprimido lo que hace síntoma. Lo antiguo lo que habita en lo moderno. Las imágenes técnicas, concebidas en el marco del racionalismo a ultranza,  conforman una superficie de consistencia para experienciar lo no-racional. En esa tensión radica su riqueza: en el cuidado de un gesto poético indefectible que, para ser sosegado, deberá hacer entrar plenamente y sin resquicios a la visualidad en un marco discursivo y en la lógica del lenguaje.

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El cine, otra vez, ha nacido. Su nacimiento es radical, nunca sucede habiendo siempre sucedido. Ahí su riqueza, en el terror de su fértil impotencia, en la felicidad de su continuo fracaso.

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