El Eclipse, 20 años después

Es posible hoy decir que allá, a fines de la década del 90, cuando hacíamos la revista El Eclipse y sin que podamos verlo, en la consonancia irreductible de los acontecimientos y en el desatino de una cinefilia ya residual, se delineaba el punto de anclaje de una contemporaneidad por venir. No lo vimos, pero lo vivimos. La fuerza de tal experiencia radicaba, tal vez y fundamentalmente, en algo que no podíamos entender, que no podríamos haber entendido porque sucedía al ritmo discordante de un anuncio a destiempo, o de un desastre que ya había ocurrido, como todo desastre. Algo cambiaba, pero dejando todo igual. Algo seguía cambiando mientras todo permanecía. Es decir, todo, como siempre, cambiaba, pero dejando intacta la ferocidad de la injusticia. Pero si en algo era nuevo el cambio, lo era en su propia velocidad. El mundo se precipitaba y el cine con él. Había vértigo, y nos mareamos. El mundo, que se precipitaba cada vez más velozmente hacia no se sabía donde iba dejando atrás al cine. Acumulaba ruinas. El mundo acumulaba ruinas. Nosotros nos aferrábamos a ellas, las rescatábamos. El cine era una ruina. Lo limpiábamos pieza por pieza, fósil por fósil, y los defendíamos en una fiesta de mordizcones y dentelladas de trasnoche. Cazadores cuyas presas se fueron confundiendo en los ardores de la disputa. Pero allí el cine, en realidad, no quedaba atrás en la carrera, sino que se convertía pasivamente en ese Angelus Novus releído por Benjamin. El cine, como la historia, era ya un ángel impelido hacia adelante por esa tormenta mentida bajo el eufemismo del progreso, y que sólo podía ver, derrotado de espaldas al futuro, como se acumulaban las ruinas del mundo ante sus ojos. El cine lo veía. No así nosotros, que estábamos ahí, escribiendo sobre cine,  amando al cine un poco a destiempo. Un poco tarde. No pudimos ver ese punto en el que lo contemporáneo comenzaba a devorar una memoria sin la cual, el cine, empezaba a carecer de sentido y de historia, a perder potencia, a convertirse en un mero observador de ruinas que se acumulaban hasta tapar el horizonte. Quizás, en cierto sentido, un horizonte que no era sino el nuestro. Y si, sin horizonte, nos perdimos. Lo que no se perdió fue el cine, o al menos parte de lo que era.

En esos años, en la segunda mitad de la década del 90, la imagen analógica comenzaba a ser desplazada por la digital. ¿Se trataría entonces -después- de la misma imagen, del mismo cine, del mismo vínculo con esas imágenes y con el mundo que en ellas se evocaba? También comenzaba el despliegue de las redes sociales en la web, y con ello, la experiencia del mundo se reconfiguraba radicalmente. En parte, empezábamos a quedar obsoletos, cuando menos anacrónicos. La última posibilidad de narrar comenzaba a verse sepultada por el vértigo de una instantaneidad informativa que excluía todo sesgo de experiencia. Después, muy pronto, ya entrado el nuevo milenio, llegaba el 11-S para sellar lo que vendría a ser lo contemporáneo. Dos minutos de diferencia entre un avión y otro fueron suficientes para que la humanidad entera formase parte de una puesta en escena hollywoodense: registrando, poniendo a circular, viendo, haciendo re circular. Ya no éramos meros espectadores de aquel cine, en un instante pasamos a formar parte de la puesta en escena planetaria del desastre capitalista. En ese punto terminaba de delinearse nuestra contemporaneidad por venir, esa en la que nos perdimos y que hoy, veinte años después, nos reencontramos. Pero entonces, tanto tiempo después, tanta contemporaneidad después, ¿qué somos ahora y que es el cine? ¿En qué punto nos reencontramos? ¿Para quién? ¿Contra quién? ¿Cómo serán a partir de ahora las imágenes? ¿Quién las hará? ¿Qué inteligencias y qué sensibilidades? ¿De qué hablamos cuando hablamos de cine?

Pero si el cine en estas circunstancias nos reencuentra es que su promesa, entre tanta ruina, sigue viva: aún es posible aprender a vivir juntxs, o, cuanto menos, aún vale la pena intentarlo, hasta el final de las fuerzas y hasta limpiar todas las ruinas, y como si fuese posible.

Así, como ahora, tras una pandemia, en medio de una avanzada ultraderechista y tras la muerte de Godard, pero con la misma estúpida convicción de hace unos 20 años, insistiendo aún en cruzar la montaña con el mismo barco: El Eclipse.

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