Los hilos de la poesía exiliada en «Correspondencias», de Rita Azevedo Gomes

Agustina Cabrera //

En un movimiento de despliegue lírico entre imágenes, la construcción de un escenario en circulación ubica el protagonismo en la puesta en escena. La realizadora portuguesa Rita Azevedo Gomes compone a lo largo de sus obras una explícita poética teatral. Entre el ensueño y los golpes que parecen de la realidad más pura –si acaso eso existiera–, la directora trae a la actualidad aquellas influencias del cine de las que habla (Alan) Badiou, ubicando su especificidad pero también brindando diálogos entre corrientes de expresión artística. Desde allí parten la fotografía, el teatro, la música, la pintura, universos que, en ocasiones, se habilitan en una danza dando lugar al descubrimiento de otra escena, esto es, de las imágenes en movimiento. Rita Azevedo Gomes insiste, cada vez, en intentar que este acontecimiento tenga lugar. Entre esas obras, cabe detener la mirada en Correspondencias (2016), un curioso largometraje que dialoga y coquetea continuamente con los bordes entre lo que se constituye como ficción y el aspecto documental de las imágenes, como así también con el ensayo.

Desde un comienzo, este documental resalta lo valioso del decir, de la entonación, de la melodía y las pausas que se entrelazan en la palabra hablada. Un micrófono se deja ver dentro del cuadro, mostrando aquello que no está pensado para ser visto: el artificio. Hablar, en todo caso, también implica un artificio, un conjunto de sonidos que se enlazan arbitrariamente a un significado y con ello, produce la construcción de sentido. Sentido que no es sin el malentendido inherente al encuentro con el otro. ¿Qué quiere decir el otro cuando me habla? ¿Qué escucho en ese decir?

Rita Azevedo Gomes se detiene en la figura de un hombre atravesado por el lenguaje, nos acerca un libro de poesía, lee unos versos. Acaso esa poética también se traslade a la imagen, a los cuerpos dispuestos en ella, a la pausa y al modo en que se monta la escena, de una manera estrictamente teatral.

Alguien lee un libro, quizás este sea el hilo conductor que, en el comienzo, insiste entre imagen e imagen; un decir, algo ya escrito por otro, algo que resuena como un eco lejano. En este caso son cartas, correspondencias, letras empuñadas alguna vez sobre un papel ya envejecido. Estas correspondencias que son leídas entre imágenes de cascadas, entre plantas, entre la naturaleza misma, son intercambios entre Jorge de Sena –poeta exiliado durante la dictadura salazarista en Portugal– y Sophia de Mello Breyner Andreser, también poeta, que escribe desde su resistencia en tierras portuguesas. La vida sucede en ese intercambio epistolar acontecido entre 1957 y 1978, años en los que también transcurre la temprana juventud de la directora. Bien podría haber sido una elección el tomar actores que hagan las veces de estos escritores, que los personifiquen. Allí el estilo, lejos de mostrar el artificio, indicaría una especie de copia o reproducción de alguien que ya no existe, cuya presencia no es más que huella. Otra decisión ha sido tomada: entre voces y dialectos, entre lenguajes ajenos al portugués, las letras se interpretan y reinterpretan. Asimismo, las imágenes no se unifican una con otra, se han utilizado diferentes soportes fílmicos entre lo analógico y lo digital, admitiendo una pluralidad de composiciones. Ya no hay correspondencia entonces con ese material original que significó ese intercambio epistolar: ha surgido otra cosa. Sin embargo, se puede pensar que aquí se presenta una doble vertiente de significación, en tanto es posible capturar la esencia y referencia del exilio y de la dictadura, a la vez que dar un salto hacia la palabra desprendida de su marco, rescatando la expresión retórica de la misma en tanto modo de producir un sentido otro.

Así como (Jacques) Derrida construye un intercambio casi anónimo y ficcional en La tarjeta postal, no importa tanto el contenido del mensaje ni a quién se dirige, sino los efectos que este tiene en ese entre, en esa mediación entre escritura y lectura, en esa suspensión de certeza sobre cómo ese mensaje será recibido, cómo ese código será interpretado por ese Otro siempre inabarcable, aunque próximo. Importa que está dirigida a un Otro, que esconde una intencionalidad que, cuando llegue a destino, alterará el porvenir de ese otro sin importar quien sea y ese otro ya no será el mismo. Esas palabras temblorosas, súbitas, rozan otro cuerpo y los efectos caen sobre él. Así sucede también con las imágenes, ellas se tejen en un espacio donde el espectador luego dará la última puntada, cada quien con su aguja e hilo, con su mirada hecha de vida y de historia.

Los intercambios epistolares se abren a viva voz como si de un cofre del tesoro se tratara. Retomando la ya mítica actividad en el ágora, la plaza cívica en la Antigua Grecia que funcionaba como espacio vivo de congregación, la palabra hablada circula en voz alta y los fonemas se desprenden de la garganta con una independencia inusitada, otra vez, como si eso que se dice ya no fuera propio. No lo es. Otro está allí escuchando, recepcionando esa prosa elocucionada, incesante, de dos que ya no están en cuerpo, pero su densidad persiste en aquellos que retoman esos decires, entre ajenos y apropiados.

Allí, se despliegan decenas de voces y rostros anónimos, en una puesta en escena, pero también puesta en cuerpo de sentires y letras que componen esas cartas.

A quién se le escribe si no a uno mismo, en esa doble vertiente del desconocerse y reconocerse en esas palabras brotadas y volcadas al papel, ya ajenas pero tan propias a la vez.

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